El lugar de donde nos visita, ¿existe?

4 de octubre de 2009

Arturo (7:30 a.m.) [Roque Dalton]

Parece (todo, hasta el reloj, que ya es decir, lo indica) que llegaré tardísimo otra vez (adivinación que no está incluida en los infiernos literarios y mi querido profesor (¡je!) tendrá oportunidad de ensayar su sarcasmo pipil al verme entrar en el aula, jorobado y labiapretado, con ese sigilo que lo único que hace es evidenciarlo a uno todavía más. Esa basura de despertador que tengo es culpable. Siempre se le salta de nuevo el botoncito de la alarma y cuando uno viene a despertar han pasado los años: las garantías de la Relojería Oriani son parecidas a la del pirata Morgan y su criterio frente a los clientes esté regido por la ley de Caifás, al que está jodido joderlo más. Y eso sin pensar en el ruido que hace el tal reloj y que es un obstáculo a la hora en que uno quiere dormir: ese tic-tac nuclear respaldado por una especie de galope de cien caballos. Alicia jura con todos los dedos de la ley y la racionalidad que ella despierta por sí sola a las seis y que sería capaz, si yo la dejara, de hacerme llegar con exactitud diaria a clases. Pero ahí la tienen: con el ruido que hice (el tropezón en la mecedora fue bárbaro, los chillidos de la puerta fueron criminales y este escándalo tosigoso de la ducha es por lo menos penoso) ella sigue durmiendo. Si de mi mamá se tratara, la cosa sería bien distinta: despierta automáticamente a las cinco y media, aunque se haya acostado, qué sé yo, a las cinco.

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